La mariposa chocó con
la bombilla, que se bamboleó ligeramente y desordenó las sombras.
“Hoy el maestro ha dicho que las
mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan
enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le
tienen que enviar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas
tengan lengua?”
“Si él lo dice, es cierto. Hay
muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te ha gustado la escuela?”
“Mucho.
Y no pega. El maestro no pega.”
No,
el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con su
cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los llamaba,
“parecéis carneros”, y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en
el mismo pupitre. Así fue como conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande,
bondadoso y torpe. Había otro chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla,
al que le hubiera zurrado con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el
maestro me mandase darle la mano y que me cambiase del lado de Dombodán. La
forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el silencio.
“Si
vosotros no os calláis, tendré que callarme yo”.
Y
se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era
un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados
en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el
peor castigo inimaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento
fascinante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar
por el Amazonas y la sístole y diástole de corazón. Todo conectaba, todo tenía
sentido. La hierba, la lana, la oveja, mi frío. Cuando el maestro se dirigía
hacia el mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del
cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el
relinchar de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomos de los
elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma.
Luchábamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón.
Pero no todo eran guerras. Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías
del Incio. Escribíamos cancioneros de amor en la Provenza y en el mar de Vigo.
Construíamos el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las patatas que habían venido
de América. Y a América emigramos cuando llegó la peste de la patata.
“Las
patatas vinieron de América”, le dije a mi madre a la hora de comer, cuando me
puso el plato delante.
“¡Qué
iban a venir de América! Siempre ha habido patatas”, sentenció ella.
“No,
antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz.” Era la primera
vez que tenía clara la sensación de que gracias al maestro yo sabía cosas
importantes de nuestro mundo que ellos, mis padres, desconocían.
Pero
los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de
los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban
de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro de
Australia que pintaba su nido de colores con una especie de óleo que fabricaba
con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba el tilonorrinco. El
macho colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.
Tal
era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y
él me acogió como mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por mi
casa e íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las
gándaras, el bosque y subíamos al monte Sinaí. Casa uno de esos viajes era para
mí como una ruta de descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una
mantis. Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y cada vez una mariposa
distinta, aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro llamó
Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol.
Al
regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en
la escuela, el maestro decía: “Y ahora vamos a hablar de los bichos de Pardal.”
Manuel Rivas. Fragmento del cuento titulado La lengua de las mariposas publicado en ¿Qué me quieres amor? Punto de lectura. Barcelona, 2000
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