Ayer leía esta columna de Juan José Millás en El País y pensaba en los buenos momentos que nos proporciona la lectura. Este es el artículo:
Un libro es un paisaje: el que contemplas con asombro a izquierda y derecha mientras progresas por las oraciones gramaticales que lo componen como por una senda abierta en el bosque. El proceso por el que la materialidad de la letra impresa se convierte en una sustancia mental, capaz de transformarse a su vez en imágenes que lo mismo nos llevan a la intimidad de una alcoba que a la cubierta de un ballenero, es un enigma semejante al del misterio eucarístico, pues si en la misa, mediante las palabras pronunciadas por el cura, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, en la novela, gracias a un conjunto de sustantivos, adjetivos, etcétera, adecuadamente combinados, el lector abandona su identidad para transformarse en uno de los personajes de la peripecia narrativa, a veces en el mismísimo protagonista.
Lees por ejemplo, esta frase "Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el
hielo", y eres arrancado del sofá, o del asiento del autobús, o de la cama
en la que te encuentras con Cien años de
soledad entre las manos. Lees "Vine a Comala porque me dijeron que acá
vivía mi padre, un tal Pedro Páramo", y eres arrebatado, como el profeta
Elías, por un carro de fuego.
Ayer abrí las páginas de una novela que comenzaba así: "Mi
madre ya no llora con esas cartas", y salí volando del vagón del metro en
el que viajaba, para ingresar en una absorbente aventura existencial que, aunque
no hablaba de mí, me concernía como le concernirá a usted, créaselo, cuando
acometa su lectura. Se titula Mamá y
su autor es un argentino de origen español llamado Jorge Fernández Díaz. Buen
viaje.
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