El año pasado me saludó por la calle un chico a quien, en principio, no conocí. Luego me explicó que había sido alumno mío, que había dejado los estudios en el instituto para ponerse a trabajar en la construcción, que ganaba un buen sueldo hasta que empezó la crisis del ladrillo, que se había casado y que tenía una niña, que ahora acababa de abrir un bar con ayuda de sus padres...
El domingo (El País Semanal, del 10 de febrero de 2013) leía este artículo de Almudena Grandes y veo que refleja la misma sensación que sentí aquella tarde que me encontré con Quique...
"Tardó algún tiempo en comprender lo que estaba pasando.
El encargado no le conocía de nada, pero una vieja amiga había conseguido conmoverle con su caso, una historia vulgar, intercambiable por las de otros miles de jóvenes de su edad, y que precisamente por eso le había afectado tanto. Llevaba mucho tiempo dejándose abrumar por los titulares de los periódicos como para no hacer nada. Se había indignado tantas veces que, cuando se le presentó una posibilidad de actuar, no lo dudó. Así había recomendado a aquel chico de 24 años que había dejado de estudiar antes de terminar la Secundaria para trabajar en la construcción y ganar durante algún tiempo mucho más dinero que su padre, luego sólo un poco más, después lo mismo, al final nada. Yo lo conozco desde que era pequeño, le había contado su amiga, y es muy bueno, serio, responsable, te lo digo de verdad, pero hace más de dos años que no trabaja y está desesperado…
Le hizo una entrevista y le gustó. A su jefa también le gustó, y decidió ponerle a prueba en un antiguo almacén de mercería del centro de Madrid, el universo en miniatura de cintas y botones, galones y cremalleras, hilos, y adornos, y encajes, que presume con razón, desde hace un siglo, de tener una representación significativa de todas las mercancías del ramo. Por esa razón, al enseñarle el depósito, el encargado le advirtió que el trabajo en la trastienda era exigente, complicado. Después le dio una bolsa con 20 gramos de plumas, le pidió que preparara 20 bolsas de un gramo y esperó. Aunque el aprendiz podía utilizar una balanza de precisión, él sabía que aquel encargo era mucho más difícil de lo que parecía. La mayoría de los aspirantes que le habían precedido habían logrado entregar 18, a veces 17, unos pocos 19 bolsas. Pero él llenó 20, ni una más, ni una menos, y siguió trabajando con la misma concienzuda disciplina, un afán de perfección que, después de las plumas, resistió la prueba de las lentejuelas, tan livianas, y la clasificación por tamaños o colores de toda clase de menudencias.
Entonces, el encargado respiró, convencido de que su protegido había hecho ya lo más difícil. Y el primer día que hizo falta una persona más en el mostrador fue a buscarle, le dio una calculadora, una libreta, le explicó que tenía que apuntar los precios en un papel, dárselo al cliente para que pagara en la caja, y se olvidó de él. Cuando la cajera le llamó un momento, después de cerrar, no entendió por qué no cuadraban los números. Ella tampoco acertaba a explicárselo. Los dos sabían que el problema tenía que estar en aquel chico, porque los demás empleados llevaban mucho tiempo trabajando sin contratiempos, pero ninguno de los dos lo dijo en voz alta. Tampoco habrían podido imaginar su causa, la confesión que el encargado le arrancó, con mucho esfuerzo, a un chico consumido por la vergüenza.
–Pues va a haber que echarle –sentenció la jefa.
–No, por favor –insistió él–. Dele otra oportunidad.
–Lo que le doy es una semana.
Porque aquel chico honrado, concienzudo, trabajador, no sabía sumar ni multiplicar con decimales. Eso, pensó el encargado, era el saldo de la bonanza económica española, de los años de las vacas gordas, los pelotazos que habían arrancado a tantos estudiantes de sus pupitres para ponerles entre las manos la manivela de una hormigonera. A él siempre se le habían dado mal las matemáticas y había dejado el instituto de mala manera, demasiado pronto, con demasiadas asignaturas pendientes. A mano era incapaz de calcular el precio de los pedidos y con la calculadora se ponía tan nervioso que se equivocaba la mitad de las veces. Lo siento, dijo al final. No, no lo sientas. Lo que tienes que hacer no es sentirlo, sino es ponerte a estudiar.
Tenía una semana, y no le dejaron desperdiciarla. Sus padres, la madre de su amiga, sus amigos, la cajera, el encargado, estuvieron siete días encima de él. No le dejaron aprovechar el tiempo libre para comer, ni salir a su hora, ni ver a sus amigos. Durante horas y horas, estuvo haciendo cuentas, resolviendo los problemas de los que dependía el supremo problema de su futuro. Vamos a ver, 7 corchetes a 0,30 la unidad, 4 metros de cinta de organza a 0,48 el metro y 12 botones a 0,80…
Ahora, cuando le ven despachar, acertar con las comas sin pararse a pensarlo, todos piensan que ha merecido la pena. Él, además, maldice el día en el que se le ocurrió dejar de estudiar."
El encargado no le conocía de nada, pero una vieja amiga había conseguido conmoverle con su caso, una historia vulgar, intercambiable por las de otros miles de jóvenes de su edad, y que precisamente por eso le había afectado tanto. Llevaba mucho tiempo dejándose abrumar por los titulares de los periódicos como para no hacer nada. Se había indignado tantas veces que, cuando se le presentó una posibilidad de actuar, no lo dudó. Así había recomendado a aquel chico de 24 años que había dejado de estudiar antes de terminar la Secundaria para trabajar en la construcción y ganar durante algún tiempo mucho más dinero que su padre, luego sólo un poco más, después lo mismo, al final nada. Yo lo conozco desde que era pequeño, le había contado su amiga, y es muy bueno, serio, responsable, te lo digo de verdad, pero hace más de dos años que no trabaja y está desesperado…
Le hizo una entrevista y le gustó. A su jefa también le gustó, y decidió ponerle a prueba en un antiguo almacén de mercería del centro de Madrid, el universo en miniatura de cintas y botones, galones y cremalleras, hilos, y adornos, y encajes, que presume con razón, desde hace un siglo, de tener una representación significativa de todas las mercancías del ramo. Por esa razón, al enseñarle el depósito, el encargado le advirtió que el trabajo en la trastienda era exigente, complicado. Después le dio una bolsa con 20 gramos de plumas, le pidió que preparara 20 bolsas de un gramo y esperó. Aunque el aprendiz podía utilizar una balanza de precisión, él sabía que aquel encargo era mucho más difícil de lo que parecía. La mayoría de los aspirantes que le habían precedido habían logrado entregar 18, a veces 17, unos pocos 19 bolsas. Pero él llenó 20, ni una más, ni una menos, y siguió trabajando con la misma concienzuda disciplina, un afán de perfección que, después de las plumas, resistió la prueba de las lentejuelas, tan livianas, y la clasificación por tamaños o colores de toda clase de menudencias.
Entonces, el encargado respiró, convencido de que su protegido había hecho ya lo más difícil. Y el primer día que hizo falta una persona más en el mostrador fue a buscarle, le dio una calculadora, una libreta, le explicó que tenía que apuntar los precios en un papel, dárselo al cliente para que pagara en la caja, y se olvidó de él. Cuando la cajera le llamó un momento, después de cerrar, no entendió por qué no cuadraban los números. Ella tampoco acertaba a explicárselo. Los dos sabían que el problema tenía que estar en aquel chico, porque los demás empleados llevaban mucho tiempo trabajando sin contratiempos, pero ninguno de los dos lo dijo en voz alta. Tampoco habrían podido imaginar su causa, la confesión que el encargado le arrancó, con mucho esfuerzo, a un chico consumido por la vergüenza.
–Pues va a haber que echarle –sentenció la jefa.
–No, por favor –insistió él–. Dele otra oportunidad.
–Lo que le doy es una semana.
Porque aquel chico honrado, concienzudo, trabajador, no sabía sumar ni multiplicar con decimales. Eso, pensó el encargado, era el saldo de la bonanza económica española, de los años de las vacas gordas, los pelotazos que habían arrancado a tantos estudiantes de sus pupitres para ponerles entre las manos la manivela de una hormigonera. A él siempre se le habían dado mal las matemáticas y había dejado el instituto de mala manera, demasiado pronto, con demasiadas asignaturas pendientes. A mano era incapaz de calcular el precio de los pedidos y con la calculadora se ponía tan nervioso que se equivocaba la mitad de las veces. Lo siento, dijo al final. No, no lo sientas. Lo que tienes que hacer no es sentirlo, sino es ponerte a estudiar.
Tenía una semana, y no le dejaron desperdiciarla. Sus padres, la madre de su amiga, sus amigos, la cajera, el encargado, estuvieron siete días encima de él. No le dejaron aprovechar el tiempo libre para comer, ni salir a su hora, ni ver a sus amigos. Durante horas y horas, estuvo haciendo cuentas, resolviendo los problemas de los que dependía el supremo problema de su futuro. Vamos a ver, 7 corchetes a 0,30 la unidad, 4 metros de cinta de organza a 0,48 el metro y 12 botones a 0,80…
Ahora, cuando le ven despachar, acertar con las comas sin pararse a pensarlo, todos piensan que ha merecido la pena. Él, además, maldice el día en el que se le ocurrió dejar de estudiar."
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